Patricio ConSentido

Superar la pérdida de un hijo por Mercé Castro

Nunca se está preparado para afrontar la pérdida de un ser querido, pero entre todas las muertes cercanas es particularmente desgarradora la muerte de un hijo. Para los padres resulta una de las experiencias más difíciles de la vida. Se encuentran desesperados, perdidos en un profundo desconsuelo y sin ganas ni energía para seguir viviendo. La única forma de encontrar con el tiempo un nuevo sentido a la existencia, de renacer, pasa por no rehuir el dolor, vivirlo intensamente y dejar fluir las emociones y los sentimientos.

Nuestra sociedad vive de espaldas a la muerte, como si morirse fuese algo ajeno, algo que no tuviera nada que ver con nosotros. Si alguien intenta hablar de sus inquietudes al respecto es fácil que se le considere raro, morboso, o en cualquier caso inoportuno. Esta tendencia social a eludir todo lo referente a la muerte, intentado quizá liberarse de ella, deja a menudo muy solas a las personas que viven una situación de duelo. Este tabú, si cabe, es mucho más extremo cuando se trata de la muerte de una persona joven, de un adolescente o de un niño. Por eso los padres se encuentran inmensamente perdidos. Son pocas las personas que saben qué decir y qué hacer para aliviar el dolor propio y ajeno.

Duelo - Patricio ConSentido

¿Qué es el DUELO?

Se ha comparado a menudo el duelo con un túnel oscuro por el que es preciso pasar por muy difícil y doloroso que resulte atravesarlo. El recorrido, cuando se trata de la muerte de un hijo, suele ser largo. Siempre existirá un antes y un después y no es posible delimitar cuánto durará el dolor. Eso depende de las circunstancias y de la actitud propia de cada persona ante lo bueno y lo malo de la vida.

Durante el tiempo que dura este proceso se viven distintas fases. Durante la primera, que suele prolongarse unos cuantos meses, predomina una especie de estado de "shock". Cuesta admitir lo que ha ocurrido y el dolor resulta paralizante, sobre todo si la muerte del hijo ha sido repentina. Poco a poco, si no se rehúyen los sentimientos, el desconsuelo va desapareciendo, se recuperan fuerzas y es posible reemprender las labores y responsabilidades cotidianas.

A partir del segundo año es probable que el duelo entre en una nueva fase mucho más llevadera si se han dejado fluir los sentimientos, pero todavía se sufren altibajos; algunos días se está bien, incluso se percibe una sensación de euforia, pero a estos momentos les siguen otros en los que se vuelve a decaer, se padecen crisis de ansiedad y retrocesos y se vive todavía a un ritmo distinto al de los demás, como si se estuviera desconectado o al margen de la realidad social.

De vez en cuando es natural sentir la necesidad de "recogerse", porque en realidad se está más pendiente de lo que le ocurre a la persona en su interior que del exterior. Aunque también es normal que aparezcan al mismo tiempo ganas de relacionarse, de conocer gente nueva, de encontrar algo o a alguien que cambie la situación y nos devuelva la "felicidad". El proceso es ambivalente y cambiante porque, además, afloran durante el duelo todas las pérdidas, traumas y conflictos anteriores no resueltos. Por eso es tan necesario contar con la ayuda de un especialista, de un psicólogo o terapeuta. No es que se haya perdido la razón, es que este tipo de duelo supone un trabajo tan duro que resulta imposible realizarlo sin colaboración.

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Dejar fluir las emociones

Al principio del proceso se vive un gran vacío, todo se desvanece, queda como en suspenso y aparecen sentimientos de desesperanza, frustración, pena, ansiedad y confusión. También es posible que los padres sientan una sensación de injusticia insoportable y mucha rabia y enojo hacia el mundo en general y en concreto hacia las personas que no han sufrido una pérdida como la suya. Constantemente se preguntan "por qué " y es probable que aparezca un profundo sentimiento de culpa. Esta emoción insufrible y tremendamente dolorosa la suelen padecer con mayor intensidad los padres a los cuales se les ha muerto un hijo conflictivo, con problemas de drogodependencia, por ejemplo. Estos padres han pasado un calvario con su hijo en vida, y durante el duelo tienen que comprender que cada persona es responsable de sus actos, que por más que se pretenda los hijos siguen su propio camino y, en definitiva, aunque cueste aceptarlo, no es posible modificar el destino. También a las madres que les nace un hijo muerto les puede invadir la desazón de la culpa. De alguna forma se sienten responsables de lo sucedido y es probable que se pregunten qué es lo que han hecho mal durante el embarazo. No hay respuesta racional a esa pregunta. Hay niños que nacen perfectamente de embarazos difíciles o de madres poco conscientes. Cada hijo es un ser con identidad propia incluso en el útero materno, según consideran algunos especialistas.

Todas estas emociones, pasado el impacto inicial, son más profundas. Aparecen deseos de volver al pasado, de quedarse anclado en el tiempo, para evitar afrontar lo inevitable. Esto no soluciona nada, al contrario, la única manera de liberar estos sentimientos es viviéndolos, dejándolos salir sin valorarlos ni retenerlos.

Hay que afrontar todo el dolor por muy insufrible que parezca, sólo así se consigue volver a recuperar las ganas de vivir. Pero al mismo tiempo hay que estar abierto a cualquier manifestación de cariño por pequeña que sea porque si se cierra el corazón y se adopta una actitud victimista, la vida se seca. Entonces todo se apaga. Y la persona se queda sola, viendo como sus hijos, su pareja y su trabajo se desmoronan.

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Vivir la muerte enriquece la vida

Con el tiempo, si el duelo ha seguido un buen proceso, se empieza a cambiar y se inicia un proceso de crecimiento personal. Se aprende a relativizar y la persona se angustia menos por cosas que antes llegaban a descentrarla. En realidad no le afectan tanto los contratiempos, porque ha aprendido, en parte, a aceptar la vida tal como es. Se gana en humanidad, flexibilidad y tolerancia, porque durante el recorrido se pierden muchos miedos. La escala de valores varía; se comienza a dar más importancia a cosas sencillas que consiguen reconfortar, como un día de sol, un gesto cariñoso de algún amigo o familiar, disponer de tiempo para estar con los seres queridos... Y se vuelve más solidario porque le cuesta menos enfrentarse al dolor ajeno. Es capaz de ponerse con más facilidad en el lugar del otro porque comprende mejor cómo se siente una persona que sufre. Esto la fortalece y la predispone a encontrar nuevos estímulos que le ayudarán a recobrar la ilusión por vivir.
Un hijo nunca se olvida, pero con el tiempo se puede recordar sin dolor y llevarle siempre en el corazón. Muchas madres que han pasado por esta angustiosa experiencia, cuentan que sienten a su hijo dentro de ellas, como cuando estaban embarazadas. Y en momentos de intimidad suelen hablar con ellos con naturalidad y les cuentan sus deseos e inquietudes. Forman con su hijo una unidad pero, al mismo tiempo, se vuelven más accesibles a los demás. Esto no es fácil de entender si no se ha pasado por una situación así. Desde fuera podría parecer un engaño, una especie de huida de la realidad, un síntoma leve de locura. Pero no es cierto, al contrario, esas mujeres suelen ser muy auténticas, no esconden sus sentimientos y les reconforta seguir unidas a través del amor con sus hijos muertos. Ellas consiguen que siempre estén presentes en su corazón, sin que esto les impida ser coherentes y avanzar en la vida.