Sugerencias para aliviar el propio dolor
Pedir ayuda especializada. Recurrir a un profesional especializado, médico, psicólogo, psiquiatra, terapeuta que sea de nuestra confianza o que haya sido recomendado por alguien en quien confiemos. Esto es una de las primeras cosas que hay que hacer.
Llorar. Las lágrimas consuelan el alma. Los niños después de llorar mucho suelen quedar plácidamente dormidos. Llorar es bueno y, entre otras cosas, permite en otros momentos reír.
Gritar. Es una forma de liberar la agresividad, la rabia que la situación en sí produce y si los gritos se acompañan de golpes en la cama con un palo contundente, mucho mejor. Buscar el bienestar. No negarse nada que cause satisfacción, aunque esto al principio cueste un esfuerzo enorme. Lo más frecuente es pensar que para qué comer, si no se tiene hambre, o para qué ir al cine, si no importa nada. Esto es comprensible pero hay que tender a lo contrario. Comprar los alimentos que más gusten a la familia y acompañarlos con un buen vino y una mesa bien puesta. Celebrar, aunque sea de forma muy íntima, todo lo celebrable. Recuperar, poco a poco, el bienestar que proporciona leer un buen libro, escuchar música, ir a una conferencia o contemplar una exposición... Hay que intentar superar el sentimiento de negación de la propia vida. Quedarse sólo con lo malo no ayuda, es un mal negocio.
Acercarse a la naturaleza. Es una obra perfecta que armoniza. Mirar el mar, el horizonte, sentarse encima de una roca, tomar el sol, respirar hondo, andar descalzos por la arena, pasear por el bosque y abrazar a los árboles proporciona energía. No hay que desperdiciar nada que favorezca y levante el estado de ánimo.
Expresar verbalmente los sentimientos. Hablar de lo sucedido con las personas que puedan aguantar el dolor, explicar lo que se siente ayuda mucho a clarificar las emociones. Actuando así se proporciona, al mismo tiempo, a los que escuchan la posibilidad de crecer personalmente con las experiencias que se cuentan. Porque con la muerte, tarde o temprano todos tenemos que enfrentarnos.
Compartir el dolor con el resto de la familia. Hablar juntos, padres e hijos, de lo que sucede. Preguntar a los demás cómo se sienten y viven la experiencia de la muerte. Aguantar el dolor de los hijos, nunca eludirlo. Respetar sus silencios y escuchar sus angustias. Construir los puentes necesarios para que nadie se encierre en su propia burbuja, sobre todo los niños. No negar lo que sucede. Se trata de apoyar al otro para que pueda dejar fluir su estado de ánimo. No tiene por qué haber ningún tema tabú.
Ser bondadoso con uno mismo. Perdonarse, mimarse, quererse como a los propios hijos. Ofrecerse lo mejor en cada momento. ¡En realidad los humanos somos tan pequeños ante la complejidad de la vida!
Conectar con el propio interior. La introspección es intrínseca al duelo, es un tiempo de reflexión que hay que vivir a fondo. Todos los errores, todas las virtudes y todas las respuestas están en el interior de cada persona. Por eso hay que estar atento a uno mismo, sin miedo a lo que se pueda descubrir o encontrar. Es un buen momento para deshacerse del lastre que se arrastra.
No negar el estado de ánimo. Unos días se estará peor y otros mejor. Hay que dar tiempo al tiempo y dejar fluir lo que se sienta sin poner resistencia. Si la persona se levanta triste, hay que dar la bienvenida a la tristeza, sin oponerse a ella, esta actitud es un buen preámbulo para que la tristeza se desvanezca. Hay que dejar salir las emociones a su ritmo.
Confiar en que todo pasa. Esta frase de Santa Teresa es muy reconfortante: "... que nada te angustie, que nada te inquiete TODO PASA, sólo Dios no se muda y la paciencia todo lo alcanza”.
Superar el apego. Al morir un ser querido es natural sentir nostalgia, rabia o cualquier otro sentimiento. Pero preguntarse por qué se ha ido la persona o afirmar que si estuviera aquí todo sería perfecto como antes, no conduce a nada. Los que se van de este mundo están siguiendo su camino. Y los que se quedan han de aprender a vivir sin su presencia. Ellos no son responsables de las vidas de los que se quedan, ni nadie se puede otorgar un derecho absoluto respecto a las suyas.
Buscar información sobre la muerte. Hay libros, como los de la Dra. Elisabeth Kübler-Ross, que pueden ser de gran ayuda para superar el dolor y entender mejor el proceso de la muerte. Cuanto más conocimiento se tenga sobre el tema, menos costará llegar a aceptarlo.
Conectar con el amor. Sólo si uno se permite sentir amor y solidaridad conseguirá llevar en el corazón a su hijo muerto sin angustia ni sufrimiento. Actuar con amor significa dar lo mejor de uno mismo, sin esperar nada y buscar el lado bueno de los demás y de cualquier situación que se viva. No desear nada y aceptar lo que venga, sin resignación, con conformidad, que es distinto.
Evitar fugas de energía. En la medida de lo posible es necesario alejarse de las situaciones y las personas que quitan energía. El dolor ya desgasta muchísimo por sí mismo. Por eso se debe de actuar con contundencia ante todo lo que consuma, produzca agotamiento o malestar. Hay que aprender a decir NO a familiares, amigos o a los trabajos que empobrecen, en el sentido espiritual de la palabra. Es una cuestión de supervivencia. No se trata de ser groseros. Si se sospecha que los demás no lo van a entender, siempre se puede encontrar una excusa oportuna o una mentira piadosa que auxilie. Y en muchas ocasiones con la sinceridad basta.
No crear atajos para eludir el dolor. Todo lo que se intenta ignorar queda en el inconsciente y tarde o temprano resurge de forma más incomprensible y violenta…El sufrimiento y el dolor se han de vivir a fondo, negarlos o enterrarlos antes de que desaparezcan es peor. Muchas enfermedades y no sólo la depresión severa tienen como origen una emoción reprimida. Además, tanto el dolor como el sufrimiento tienen su parte buena: humanizan y refuerzan.
Aceptar los cambios. La vida cuenta con infinidad de variables y es por definición cambiante. Nada es para siempre, todo se renueva constantemente. Este es un principio inmodificable que es preciso aceptar. Pero no basta con saber que es así, hay que comprenderlo. Toda resistencia a los cambios que la vida depara desarmoniza. Para navegar por la existencia hay que ser un buen surfista. Subirse y moverse al ritmo de las olas, de los cambios, es la única manera de llegar sin caer a la orilla. Esto implica un constante entrenamiento y contar con la certeza de que sólo cayendo muchísimas veces es posible llegar de pie hasta el final. Si no se insiste y se renuncia ante los primeros reveses nunca se aprenderá el arte de vivir.